Dios no pone corona sobre cabezas dormidas

La noche anterior, en casa del abuelo, Samuel se había quejado: «Abuelo, yo oro.

Le pido a Dios que me use, que abra puertas, pero nada pasa. Siempre eligen a

otros, en la escuela, en la iglesia, en todo». El abuelo lo miró

por encima de las gafas. «¿Y cómo vas con las cosas pequeñas, muchacho?».

«¿Cuáles cosas pequeñas?», preguntó Samuel confundido. «Llegar a tiempo, terminar lo que

empiezas, honrar tus responsabilidades, ser diligente». Luego tomó la libreta azul del estante

y se la puso en las manos. «Mañana empiezas algo. Cada día anotarás

al menos un acto de diligencia. No tiene que ser grande ni espectacular, pero debe ser real